Queridos
hermanos y hermanas:
1. El otro es
un don
La parábola
comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que
viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y
no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las
migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros
vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre
degradado y humillado.
La escena
resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro:
un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda».
Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como
alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera
invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro;
y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado,
recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano
(cf. Homilía, 8
enero 2016).
Lázaro nos
enseña que el otro es un don. La justa relación con las
personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la
puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a
cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de
abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea
vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para
abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de
Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que
encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos
ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es
débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio
nos revela acerca del hombre rico.
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