“No
he pensado si tengo miedo. Hay tanto por hacer, tantas personas con las que
estar…” Lo decía sonriendo Rodrigo,
un cura chileno que vive desde hace cuatro años en Alepo (Siria) entre
bombardeos y tiroteos. A la pregunta de la periodista contestó que los
cristianos sirios viven en una Iglesia martirial y añadió que “vivir un cristianismo acomodado y mundano
nada tiene que ver con el Evangelio”.
Isabel es misionera riojana. La conozco desde hace muchos
años. Está en Camerún y, entre otras muchas actividades, participa en el
programa de acogida que su diócesis tiene con los refugiados que llegan de
Centroáfrica. Dice que el objetivo es que se integren en la sociedad
camerunesa, que no se sientan extranjeros; han descubierto que el modo más efectivo de
que los refugiados y las comunidades de acogida colaboren consiste en incluir a
estas últimas en los programas de ayuda humanitaria.
Juan
José es obispo de Bangassou, en
Centroáfrica. Grita angustiado que su país está bañado en sangre por conflictos
internos a los que no son ajenos los países europeos y la pasividad de los 12.000
soldados de la ONU, cascos azules, que deberían defender al pueblo desamparado y no hacen
nada por él. Soldados bien pagados por la ONU (por lo tanto también por el
gobierno español), que viven en la República Centroafricana como sobre una
montaña de dinero y que se escaquean tristemente.
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